Hace tanto calor que los transeúntes como babosas se deslizan por las calles sucias de Marsella. Se derriten a mi paso y los voy confundiendo con mobiliario urbano. Algunos cuerpos se deshacen con las paradas de autobús, otros son trozos de pasos de zebra cuando no farolas o postes de luz. Hace un calor dehumanizante y toda la ciudad lo sabe y succiona el ánimo de los que tienen que seguir gestionando sus diligencias cotidianas. Hace tanto calor que dan ganas de decir muchas palabrotas o callarse, arrassssstrarrr las connnnsonantes, babearse encima de sonidos guturales. Siempre he pensado que para escribir se necesita habitar un estado de ternura. Una elegancia íntima del que puede encontrar amor y belleza hasta en las cosas más horrendas. En Marsella hay un rumor de muerte, es como si gobernara el Diablo del Tarot que lleva su nombre; aquí el vicio no se esconde y la vigilia extenuada de los cuerpos a deshora implica el sueño del espíritu, pienso en esa cita del Paracelso: el mal es el bien pervertido. Desde que he llegado aquí mis bestias se han puesto mis dos ojos, así que no me quedará más remedio que hablar por su boca. Venía diciendo, en realidad, que con este calor es difícil sentir ternura. No obstante el deseo, por toda esta liquidez, es más accesible. Claro que una cosa es escribir sobre el deseo y otra, distinta, escribir desde ahí. AHÍ. El deseo como territorio del placer. El deseo anunciado como la confirmación de existir. El deseo que hoy me empuja a coger una bici municipal para irme a la primera playa urbana que da un poquito menos de angustia.
2204979710 meto el código, y luego 2929 el número secreto y desbloqueo la bicicleta número 3. Bajo el sillín (por motivos de seguridad me gusta poder tener los dos pies en el suelo), me subo y emprendo camino a Malmousque. Me meto por el Port Veux, giro a la izquierda, atravieso una esplanada con un techo de espejo donde un tumulto de bípedos se sacan fotos. Pienso que seguramente esa obra arquitectónica sea del mismo (seguramente) hombre que diseñó Los Encants de Barcelona. Pienso que Marsella entera es un poco como los Encants de Barcelona. Giro a la derecha y esquivo a un chaval en una corquinet que iba mirando el culo de una chica y por poco me embiste. Antes siquiera de empezar a subir la cuesta ya estoy empapada en sudor. A mi derecha se despliega un imperio de astas y velas y proas. A mi izquierda, el barrio de pescadores que, por su roca cuadrada color desierto, me recuerda a un barrio de Jerusalem. Pienso en Gilad y en Motza. Estoy sudando tanto que las manos se me resbalan del manillar y me las tengo que limpiar con el vestido. Anticipo el aflojarse en quejido de mis músculos cuando doy los últimos pedaleos antes de alcanzar la planicie, bendita planicie, que me cuestiona mi tendencia al aburrimiento. De repente se abre ante mi el mar llovido de Sol y esa luz como de aceite que salpica hacia arriba volviendo chispeante el azul impoluto del cielo. Las rocas sujetan cuerpos en posturas indecibles que soportan el violento calor de las 4 de la tarde. Los cuerpos en las rocas me recuerdan a mi cuerpo y a su cuerpo en otra roca a otra hora y a otro calor. En ese instante pequeñísimo, de espacio-tiempo a la vez infinito, el deseo se acopla a la fantasía con la fuerza de una manguera a presión. Se abre camino en la multiplicidad de dimensiones temporales y me hace viajar a un futuro incierto, en Bruselas, la próxima vez que nos vemos; con otro rumor en el aire, seguro más tierno y no más frío pero con menos calor. Este es, como todos, el penúltimo encuentro. Con él siempre es el penúltimo porque aunque existe una seguridad férrea de que después de este habrá otro, nunca podré saber si después de ese otro habrá alguno más. Es la condición de la eterna preexistencia de nuestro vínculo: la falta de medida. Mientras me pasmo con el color esmeralda gastada del Monument aux héros et victimes de la mer, voy llegando al portal 16 de su casa en Schaerbeek. Me abre sin saludar, me arreglo el pelo y subo corriendo las escaleras. Sigo pedaleando. Atravieso la Plage des catalans, ese parque de atracciones macabro, amasijo curvilargo de cabezas y sombrillas de marcas de helado. Hace tanto calor y están todos tan pegados. Antes de llegar ya escucho su voz que sonríe y cuando giro para subir los últimos escalones, haciendo un poco más de ruido del que la elegancia permite, le veo apoyado en la barandilla con una camiseta de tirantes blanca. No sé si me mira a mi o mira algo dentro de mi, esa mirada caleidoscópica que está siempre y no está nunca, y que casi no me permite aceptar su profundidad. No me da tiempo a enfocarle la cara, anticipar cansancio o el dolor de su espalda. De un salto me abalanzo, y rompiendo la inercia de niña de abrazarle con la cabeza debajo de su axila, le agarro la nuca y le beso la comisura de la boca. No tarda un segundo en abrirla y mi lengua disparatada tarda aún menos en entrelazarse con la suya. Me toma en brazos y pienso que peso mucho y eso me da un poco de vergüenza, aunque en su porte de leñador me siento ligera. Entramos en la casa, circo de variedades, y suena Allegro vivace de Schubert. Estamos solos, me coloca en la alfombra, me agarra la mano, me mira, se ríe como un niño antes de cometer una travesura, y me lleva a su cuarto, me lleva dentro de Schubert. Antes de quitarnos la ropa nos desplomamos en el colchón. Todo esto ocurre en cuestión de semicorcheas porque todavía sigo en la Avenida President John Fitzgerald Kennedy y hay más rocas y más cuerpos y apenas he llegado a la terraza del restaurante Perón. Observo el panorama terracil: puro postureo comarcal. Otros bípedos sentados toman Pastís ajenos a los cuerpos y las rocas, plantados a la sombra de sí mismos como parasoles de restaurante de hotel. Ya se ha quitado la camiseta y reconozco el olor a crema de farmacia y aceite de arnica. Me quita el vestido y me besa los pechos, mientras los dedos de su mano derecha se divierten con un juego de presiones en mi aductor, posando de vez en cuando algún dedo encima de mis bragas. Le acaricio el pene erecto por encima del pantalón, le levanto la goma del calzoncillo y la dejo volver a su posición como un resorte. Él gime y repite mi nombre tres veces sabiendo que pronto la piel de mi mano rozará la parte oculta de su cuerpo. Repite mi nombre como si multiplicándome pudiera hacer más real el hecho de que, efectivamente, me reconoce en su deseo. Siento el sillín de la bici más resbaladizo y el contacto mucho más interesante. Empiezo a jadear y a pedalear más deprisa. Un niño me mira desde la calle y me sonríe. Me cuesta sostenerle la mirada inocente como si él no tuviera espacio para sostener mi fantasía. Cuando me quita las bragas me pongo a temblar, estoy tan mojada que su dedo bucea dentro y se empapa. Somos ya una criatura acuática, viscosa, bicéfala y el beso nos convierte en cíclopes hambrientos. Luego su hombro y su cuello, y desde aquí todo verbos: le muerdo le chupo le meneo. Me pongo a gritar y me tapa la boca con la mano, me meto su dedo índice y anular en la boca, mientras él me introduce los suyos dentro y Schubert hace ascender al coro de ángeles que se van disputando las paredes de la habitación. Reverberan los versos de Girondo: nos presentimos, nos enredamos, nos caldeamos, desfallecemos, nos fascinamos. Repite mi nombre otras tres veces. A lo lejos un semáforo en rojo amenaza la llegada de su coloc. Deseo con todas mis fuerzas que se ponga en verde. Pedaleo aún más deprisa. Jadeo aún más fuerte. Verde. Estamos protegidos, le introduzco el pene dentro de mi y le pido que nos quedemos así un rato en un baile de equilibrios y formas. Se pone encima mio sin dejar de penetrarme. Le agarro fuerte de los brazos en un movimiento de súplica para que avance más adentro, hasta que ya no se pueda más. Le miro el rostro con el pudor de ver reflejado el mío. Nos atornillamos, nos enlazamos, nos derretimos, nos devoramos. Él me avisa de su prisa y yo me entrego y pienso si será que todo este exceso se lo estaré quitando a alguien, pero Schubert despunta y me acalla y justo en el momento en el que alcanzo la última bajada, cierro los ojos y dejo que el orgasmo me arrastre, ya sin pedalear, con los muslos apretados y las piernas estiradas, hasta el espacio vacío de la estación de bicicletas municipales. Aparco la bici con la precisión de una mantis religiosa. Espero a que la luz se encienda y el pitido de la máquina me avise de que he aparcado bien.
No sin cierto mareo me encamino a la playa, satisfecha, con el letargo y el extrañamiento de alguien que acaba de hacer el amor.